Sunday, July 31, 2005

La Cabeza





La Cabeza

Al mirarla, una extraña energía activa su rostro. Sus ojos sellados muestran la paz del que duerme. Contemplo su nariz pequeña y veo en susurros de respiración abrirse sus aletas. Sus labios muestran en su curvatura el placer del bebé que ha terminado el alimento de la etérea substancia del amor. Sus mejillas, relajadas, adoptan la postura tierna de una flor que flota en el agua tranquila. Y una brisa áurea me envuelve. Me estremece ver el ángulo de 180 grados que forma su mentón con la horizontal, lo que atrae mi mirada hacia la parte posterior de la Cabeza, donde diminutas figuras humanas suben y bajan; mientras unas entran, otras salen del hueco que tiene en la base del cráneo. Por instantes me siento viviendo el segundo de la eternidad.

Me propuse adquirirla, pero Morticar se negaba a vendérmela.

--¡Cuánto quisiera, estimado amigo! Me complace su entusiasmo, pero por su propio bien, escoja cualquiera de mis otros trabajos, pero La Cabeza, absténgase de ella.
Morticar miró hacia el techo de su amplio atelier y exhaló un suspiro melancólico. Casi pude jurar que su rostro era el mismo de la escultura. Después de desechar ese gesto de tristeza mezclado con cierta amargura, forzó una sonrisa y me prometió que tomaríamos unas copas después de terminar de empaquetar sus obras para la inauguración. Me convencí, --al menos por ese momento-- de que debía ser paciente y acepté.

--¡Que sea la Cabeza lo último que embales!… al menos concédeme eso.

Volví a mirar la escultura, su efecto sedativo me llevó a recordar la estatua de la santa, Rosa de Lima.

Fue un 30 de agosto. Lo recuerdo perfectamente, porque es el día que se festeja su fiesta en el calendario católico, y en la cual la gente pugna por entrar al recinto, para tirar sus deseos escritos en el pozo, --que según cuenta la historia, fue donde la santa arrojó la llave del candado de las cadenas que ceñía su cuerpo, haciendo que brotara sangre. Al no poder ingresar, debido a la gran multitud que se apiñaba desde varias cuadras a la redonda, opté por buscar un rato de oración personal en la Iglesia San Marcelo. Allí me dirigí hacia la réplica de la tumba de la santa limeña. Sobre un pedestal en forma de féretro, la escultura de la bella flor, me comovió cuando miré a sus ojos de vidrio, de color castaño, con la insinuación de una lágrima de gozo a punto de caer. Incliné mi cabeza y recé hasta que mi cuerpo empezó a temblar. Abrí los ojos buscando los de ella, el estupor me paralizó cuando vi que éstos estaban sellados… lograr la calle fue una penitencia traducida en agonía.

El recuerdo de esas emociones, impidió que me fijara en que Morticar envolvía la cabeza con suma dedicación. Mientras lo hacía le hablaba, le sonreía, besaba su frente. Me quedé atónito cuando en respuesta a sus caricias ella abrió los ojos, tal como si nunca hubiesen estado sellados.

Morticar chasqueó la lengua, me miró, sonrió casi por compromiso –Lo siento amigo, pero por algo no nos dicen a los artistas que andamos un poco locos.
Quise interrumpirle, decirle que la Cabeza había abierto los ojos, pero me contuve. Yo albergaba la esperanza de que accediera a vendérmela. Él, abatido dejó caer los hombros, luego como que se compuso y me ofreció unas copas al terminar con lo del montaje de la exposición. Un poco de brandy me hacía falta. Salimos del atelier.

Afuera ya nos esperaba un taxi, los faros del auto brillaban tenuemente en medio de la neblina que cubría la ciudad. Morticar tapando un bostezo que casi no pudo ocultar, se reclinó en el respaldo del asiento. Soñoliento, masticando las palabras dijo: “Por lo menos es una hora de viaje. Será mejor que tú también te eches un sueñito.” A no ser por el ruido del motor, el auto quedó en silencio. Al rato intenté despertar a Morticar. Fue en vano, dormía como si fuera una roca. Fue entonces cuando fijé mis ojos en la caja con aspecto de pequeño baúl, pero sobre todo, en una luz que se batía por salir, empezó a desbordarse y rodeó todo el contorno de la caja. Yo sabía que adentro se hallaba mi codiciada pieza, la cabeza. Abrí la tapa, y vi que esa luz misteriosa emanaba de ella. La tomé entre mis manos como a una recién nacida. Sentí cosquillas en la palma derecha, con la que sujetaba la parte posterior de la misma. Unas manos muy pequeñitas pellizcaban mis dedos. Intuía que abriría los ojos, y así lo hizo… al encontrarme con su mirada percibí las emociones más contradictorias. De esos ojos suyos, salía el rumor de las olas, cantos divinos, rugidos de fieras salvajes. Luego vi cómo nacía otra figura humana en la parte posterior de la escultura. Ésta tenía el rostro del olvido, del espanto, del grito que muere ahogado antes de ser emitido.

Subo y bajo. Silente. Frente al espejo en el que Morticar nos ha dejado.

Amparo Tello

1 Comments:

Blogger Amparo Tello said...

Gracias Iria:

Me alegra leer tu comentario. Te soy sincera, a mí me gusta este cuento, tal vez más adelante lo pueda pulir más. Pero lo que dices me satisface el que el narrador deje ver su sentir.

Amparo

10:27 PM  

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