Saturday, August 02, 2008

Manuelito

Manuelito


“... soy la fatiga de un espejo inmóvil o el polvo de un museo.” -El rigor del laberinto-
Jorge Luis Borges



Recuerdo esa mañana, Manuel. Mañana llena de viento, ingresando por todos los orificios posibles de la casa, buscando dónde encontrar descanso, dejar de deambular por los cielos abiertos. --La obsesión me domina, lo sé. Con ella se desataron las fuerzas encadenadas dentro de nuestras cuevas.

Miro en puntilla de pies hacia afuera y me aterra ver cómo las sombras asoman y miran a escondidas.

Esa mañana te golpeó un hondo suspiro que te metiste en el pecho, Manuel. Escuché tu lamento, era un quejido de dolor, un puñal clavado, moviste la cabeza a modo de deshacer ese mal augurio que te hizo sentir el peso del aire tan dentro de tus pensamientos, te distrajo de ese malestar y esa pesadez al ver con asombro la ventana enmarcada de palomas, volviste a respirar, esta vez más lento, sin tanto ruido. Caminaste asentando cada paso en el parquet frío, abriste las hojas de la ventana de par en par y te dejaste llevar por las aves cuyas alas fueron las que te negaron. La gente en la calle gritaba,--¡un espantapájaro… miren cómo vuela cielo arriba!
Entonces, te vi Manuel, cómo ibas cayendo sin protección: una a una las palomas fueron desprendiéndose de tu peso, dejándote a tu suerte, casi contigo en el mismo ritmo de caída libre lo hacía una hoja de calendario hasta agigantarse y echarse sobre tu cuerpo ensangrentado. La misma fecha del papel periódico que usó el carnicero esa mañana. Aunque, a esa hora no había nada importante, eras una noticia sin confirmar, eras el resultado de un mal presentimiento.

–Te mueves mucho y lloras más que otros días, lloras de tal forma, que el aguacero que sale de tus ojos se hace uno con el mar. Y en él me voy, lejos de ti, en una balsa hecha de memorias no vividas y pena. Hundiéndome en la vorágine de la caída. Manuel, no te desvanezcas en ese charco de sangre. Abre tus ojos, mírame, pero qué me dices. No te entiendo bien. ¿Qué? –Adela, he cometido un error.

Esa mañana estuve a punto de decir algo, sentía que debía salvar tu vida,
pero preferí mantener mi boca cerrada, las palabras no sirven de mucho cuando se dicen sin convicción. Y eso era lo que me faltaba. Algo me decía que debía salvar tu vida, pero no sabía cómo. Esa mañana recé con más fuerza pero menos fe, algo en el estómago me producía naúseas. Tú sonreiste, me hablaste de lo bien que nos estaba yendo. Hubiese preferido que te pusieras tu uniforme. Tu boina roja. Mejor aún, que no te hubieses levantado, que el desgaste de la noche anterior sirviera para que repitiéramos la pasión en la mañana entera. Te pregunté la razón de esa expresión lúgubre, me hablaste del dolor en el pecho, de los pájaros, de cómo caías después de haber estado volando, cómo te abandonaron las palomas. Me dijiste que ese dolor era miedo y que al miedo siempre hay que enfrentarlo. Claro, si lo que no tuviste fue miedo, si hubieras tenido miedo estarías ahora leyendo conmigo otra cosa y no esto, no estas estampas preñadas de gritos. Por fin se hizo justicia, ya no eres ese policía corrupto que decían que eras por limpiar el error de ellos. Sí, sé, el error lo cometieron todos, hasta yo por no obligarte a que te quedaras. Pero ya, mejor ven a mi lado, siéntate. Leamos juntos:
El vigilante de la institución financiera contó que el fatídico día, el teniente Manuel Llote Rongi, vestido de paisano, entró al banco y ofreció los boletos de la rifa del televisor, profondos para la fiesta de su promoción que cumplía bodas de plata. Intercambiaron saludos y deseos de buena suerte. El teniente Llote estaba a punto de salir cuando ingresaron al local un grupo de cuatro personas portando armas. Al grito de levanten las manos, al mismo estilo de Águila Roja, éste se tiró al suelo y sacó de su tobillo su pistola, abrió fuego y le dio a dos de los maleantes. Después, rodó sobre su cuerpo hasta encontrar un lugar seguro, lo hizo con la rapidez que la experiencia de cubrir zonas peligrosas y acechadas por terroristas le enseñó. Afuera del banco se oía las sirenas de las patrullas. Al ver entrar a un grupo de policías, el teniente se paró y allí mismo lo acribillaron. Lo que pudo salir de los labios del teniente antes de caer fue: --¡no me disparen, soy uno de ustedes!

Amparo Tello
Ypsilanti, Junio 28, 2008
In Memorian